La danza del Torito de Petate, ser fantástico y multicolor al que escoltan personajes como El caporal, El caballito, La maringuía y otros más, según donde se celebre, invade las calles de las ciudades y pueblos de Michoacán, como festivo anuncio de los días de recogimiento que simboliza la Semana Santa.
Para nuestras regiones, las fiestas del carnaval representan tradiciones que son a la vez agrícolas, religiosas y paganas, profundamente arraigadas en el tiempo, pero que están vivas a fuerza de representaciones anuales. Y las hay de muchos tipos:
Están los carnavales más conocidos, como los de Tarímbaro y Charo, ambos municipios con comunidades mestizas cuyas fiestas son las más vistosas, dados sus toritos monumentales, que pueden costar hasta 30 mil pesos y pesar hasta 100 kilos; suelen representar a los barrios de las cabeceras municipales.
En Charo, la fiesta del toro data de hace más de 110 años y es, junto con la representación del viacrucis, un atractivo importante para los miles de turistas y creyentes que acuden ahí.
Por otra parte están las celebraciones indígenas, de las cuales destacamos el carnaval otomí, de San Felipe de los Alzati, que rebasa siglos de vida, y representa a personajes como El doctor, El vikingo –curioso, ¿no?– y La maringuía.
En San Felipe baila el carnaval haciendo una hipérbole de los campesinos que aran la tierra; de ahí que incluya una yunta de bueyes como el toro, a un mulero, a la comadre que azuza al toro (es decir, la maringuía) y jornaleros que ayudan al campesino, disfrazados como payasos.
En Tlalpujahua, en la llamada Región del País de la Monarca, se escenifica el carnaval mazahua, una tradición de 400 años donde danzan santiagueros y sonajeros en torno del Señor Jesús del Monte, una figura en pasta de caña, tan antigua como la capilla que la alberga.
En esta celebración se escenifican duelos de baile con machetes y música de tambor y flauta; se viste de terciopelo y vestidos de raso de novia, se portan coronas y, finalmente, se ora por salud, bienestar y buenas cosechas.
El carnaval purépecha es también bello y colorido; en la Meseta, estas fiestas previas a la Cuaresma son un cúmulo de música, danza y gastronomía, elementos clave para que hombres y mujeres de distintas edades porten con orgullo trajes típicos, banderitas y cascarones de colores.
También esta tradición carnavalesca es muy antigua en Michoacán, ya que la historia oral la sitúa desde la llegada de los españoles, como un elemento no previsto de la evangelización católica, y es que los toritos representan la lucha del bien contra el mal, pero también satirizan las corridas de toro, que estaban prohibidas por los españoles.
Algunos de los festejos a observar se desarrollan en el municipio de Uruapan (donde la tradición ha comenzado a renovarse); así como en los pueblos y comunidades de Pichátaro, Ocumicho, Sevina, Caltzontzin, y Comachuén, donde esta tradición hace vibrar las calles con bandas de música en vivo, juegos pirotécnicos y lluvias de confeti que baña a la gente que danza hacia el horizonte.
Del regocijo a la calma
Tras la celebración del carnaval viene la Semana Santa (este año, a partir del 5 de marzo), que atrae a cientos de miles de creyentes, visitantes y turistas del país y el extranjero, interesados en la religiosidad michoacana y en los contextos en que ésta se verifica: la arquitectura colonial y vernácula, rodeada por lagos, montañas, bosques y otros elementos que definen nuestra geografía.
En Michoacán son notables las representaciones del Viernes Santo, donde destaca el uso de imágenes religiosas de los siglos XVI al XVIII durante las procesiones en lugares como Pátzcuaro, Tlalpujahua y Tzintzuntzan.
En este último, que por cierto es uno de nuestros Pueblos Mágicos, se representa también el calvario de los “penitentes” quienes pagan, así, sus promesas al Santo Entierro. Van vestidos de cendal y capucha y corren alrededor de Tzintzuntzan con el rostro cubierto y grilletes en los tobillos mientras se infligen castigos físicos.
Morelia, capital del Estado, es famosa por la Procesión del Silencio, de cada noche del Viernes Santo, donde los fieles avanzan por un Centro Histórico oscurecido, sólo iluminado momentáneamente con el reflejo de los cientos de veladoras que estos llevan.
Esta procesión es una forma simbólica de dar el “pésame” a la Virgen de la Soledad, que ha perdido a su hijo en el viacrucis; su origen data de la Edad Media y se sitúa en España, principalmente.